El pasado primero de mayo, curiosamente en el marco de la celebración del Día Internacional del Trabajo, el secretario del Trabajo y Previsión Social del gobierno federal, Marath Bolaños, anunció que, por instrucciones de la presidenta Claudia Sheinbaum, comenzaría en el país la aplicación “gradual y paulatina” de la jornada laboral de 40 horas semanales. Se trata, según palabras del funcionario, “de una política que busca devolverles ocho horas semanales a los trabajadores para que puedan usarlas como mejor les convenga” (El Universal, 1 de mayo).
La liberación del pueblo debe ser obra sólo del pueblo mismo, y no el resultado de promesas oficiales disfrazadas de beneficios históricos.
La Ley Federal del Trabajo (LFT) vigente hasta nuestros días establece que la jornada laboral máxima debe ser de 48 horas semanales, que deben distribuirse en ocho horas diarias durante seis días a la semana. La “instrucción” de la presidenta propone modificar esta ley para asignar no solamente el día domingo como descanso obligatorio, sino añadir además el sábado, teniendo así el trabajador dos días libres de actividades laborales para usarlos “como mejor le convenga”.
Por tratarse de un supuesto beneficio laboral otorgado por decreto a la clase social que hace posible la producción de toda la riqueza de nuestro país, opino que se pretende hacer pasar la medida oficial como de inédita trascendencia para la vida laboral de los mexicanos. Pero me parece que no es tal.
Por ignorancia supina de la historia o de la materia de que se trata, tal vez, o porque ya se ha hecho costumbre entre los gobiernos prometer incluso las perlas de la Virgen, debemos ubicar la “instrucción” presidencial en sus justos términos históricos, para tratar de descubrir cuánto de cierto o falso hay en esta nueva promesa con la que nos asalta la 4T.
Primeramente, hay que decir que despierta cierto “sospechosismo”, como diría un político mexicano, que la instrucción de la presidenta se anuncie precisamente en el día escogido por la clase trabajadora del mundo, cuando menos por su origen, para conmemorar los frutos arrancados con su lucha a los intereses económicos de la clase patronal.
Nunca, que se sepa por la historia, la clase patronal de los grandes emporios económicos ha dado a sus trabajadores nada que no le haya sido arrancado por la fuerza de la movilización obrera organizada.
Entendido esto, entonces, ¿qué busca, en el Día del Trabajo, la promesa instruida por la presidenta de la República? ¿Acaso busca mediatizar y engañar así la inconformidad cada vez más creciente de los trabajadores contra sus patrones y su gobierno, desactivando posibles manifestaciones futuras contra la constante miseria que padecen? Estoy muy seguro de que, como yo, los trabajadores del mundo conocen la respuesta.
En segundo lugar, para nadie es desconocido que la jornada laboral vigente hasta hoy ha costado un sin número de luchas obreras por lo menos desde la primera década del siglo XIX, muchas de las cuales han cobrado casi siempre su cuota de sangre inocente y trabajadora.
El origen más remoto que se conoce lo encontramos en Europa. Desde 1810, el socialista galés Robert Owen difundió la idea de que la calidad del trabajo de un obrero tiene una relación directamente proporcional con la calidad de vida del mismo, por lo que, para aumentar la productividad de cada obrero, es indispensable brindar mejoras en las áreas de salarios, vivienda, higiene y educación; prohibir el trabajo infantil y determinar una cantidad máxima de horas laborales.
Para 1817, Owen formuló el objetivo de la jornada de ocho horas y acuñó el lema de “ocho horas de trabajo, ocho horas de recreo, ocho horas de descanso”. Pero Owen murió en 1858 sin ver materializada plenamente su idea.
En México incluso fue necesaria una revolución, la Revolución Mexicana (1910-1920), cuyo reguero de sangre puso los derechos laborales en el centro de la agenda de los políticos de entonces. En 1917, los revolucionarios incluyeron en la redacción de la Constitución Mexicana el artículo 123, que consagró derechos fundamentales para los mexicanos como la jornada de ocho horas, el descanso semanal y la protección a mujeres y menores.
La pregunta aquí sería: ¿cómo hará la presidenta para sintetizar dos siglos de lucha obrera en un decreto instruido a la Secretaría del Trabajo, que quitará ocho horas a la jornada laboral históricamente arrancada por la fuerza a la clase patronal de México? No lo sabemos.
Finalmente, hay que decir también que, conforme a las leyes que rigen la economía como ciencia, la jornada laboral de 48 horas semanales es el lapso de tiempo donde el trabajador produce su salario (tiempo de trabajo necesario) y también la plusvalía o ganancia de su patrón (tiempo de trabajo excedente).
Tomando en cuenta que los demás factores de la producción no varíen en términos relevantes, reducir la jornada laboral en ocho horas afectará inevitablemente, entonces, a cualquiera de los dos actores de la producción: a los obreros o a los patrones.
Si las ocho horas que se pretende descontar a la jornada laboral semanal se restan al tiempo de trabajo del obrero (tiempo de trabajo necesario), este deberá producir entonces mucho más en menos tiempo para no afectar la ganancia de su patrón, por lo que su explotación laboral aumentaría más de lo que ya es.
Si, por el contrario, se descuentan horas al tiempo de trabajo excedente, es decir, al tiempo donde el trabajador produce la ganancia de su patrón, entonces el dueño de los medios de producción vería disminuida su ganancia.
Aunque expuesto de manera trivial, he aquí el origen científico de la lucha de clases, misma que no podrá resolverse tan fácilmente con un decreto presidencial como propone Sheinbaum.
No se puede atentar contra la jornada de trabajo sin atentar al mismo tiempo contra el modo de producción que la controla. Además, la preocupación principal que padecen los trabajadores de ahora no es, aún en el fondo, la cantidad de horas que trabajan, sino, por el contrario, que, no obstante todo eso, el salario que reciben no les alcanza para combatir la pobreza que sufre su familia.
Pero dejemos que la realidad hable por sí sola. El comentario que hago hoy tiene por objetivo recordarnos que la historia ha dicho ya con suficiente claridad que la liberación del pueblo debe ser obra sólo del pueblo mismo. No lo olvidemos.
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