MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

Los partidos políticos y las elecciones

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Un partido es por definición una herramienta en manos de una clase social, fracción de clase, estrato o simple grupo con intereses económicos y políticos comunes, cuyo propósito central es la conquista del poder político.

La conquista del poder político no es el objetivo en sí, sino solamente el medio para llevar a la práctica el programa de acción de cada partido. El programa, por tanto, es lo más importante, porque en él se reflejan las aspiraciones, el conjunto de principios, ideales, objetivos, es decir, los intereses del partido. A través del programa podemos saber si hablamos de un partido de obreros o campesinos o si es un partido que representa los intereses de las clases medias o altas de un determinado municipio, estado o país. En suma, cada partido que llega al poder aplica su programa con base en los intereses del sector social que representa.  

La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, sin embargo, define a los partidos políticos como: “entidades de interés público con personalidad jurídica y patrimonio propios, con registro legal ante el Instituto Nacional Electoral o ante los Organismos Públicos Locales, y tienen como fin promover la participación del pueblo en la vida democrática, contribuir a la integración de los órganos de representación política y, como organizaciones de ciudadanos, hacer posible el acceso de éstos al ejercicio del poder público”.

Es decir, según la democracia mexicana, un partido debe recoger los intereses de toda la sociedad en su conjunto, debe tener cierta independencia económica y jurídica, promover la participación del pueblo en la vida democrática y llevar a los ciudadanos a los puestos de elección popular. ¿Pero qué pasa en la realidad?

El pueblo termina repudiando a los partidos y se resigna a no participar en política: dice que es una porquería; de hecho lo es, pero no se da cuenta de que es una trampa de la partidocracia.

En la vida real, los partidos políticos no recogen los intereses generales de la sociedad en su conjunto sino sólo de una clase, estrato o grupo, como señala la primera definición. Y aunque aparentemente abordan demandas de todos los ciudadanos, como dice la Constitución, cuando asumen el poder se olvidan de dichas demandas y compromisos.

Por eso se ha formado un menú amplio de partidos con su propio programa o programas maquillados o camuflados; algunos de ellos satélites de los más poderosos partidos formados de antaño, por lo que se borra la supuesta independencia económica y jurídica.

De tal manera, que el elector sólo puede escoger entre a, b o c, y a veces sólo entre a o b, como será en la próxima elección mexicana o la estadounidense, sin que el pueblo conozca el verdadero programa del partido. De aquí la partidocracia o el gobierno de los partidos, que no es más que el gobierno de unos cuantos, de las fuerzas económicas más poderosas de cada país. 

En cuanto a los candidatos, ¿será verdad que un obrero humilde, un jornalero, una ama de casa o un campesino sea propuesto por los partidos para participar en la vida política y democrática del país ocupando algún puesto de elección popular? Falso. Los partidos políticos sólo seleccionan a sus más allegados, a quienes saben que no pueden dañar sus intereses de clase, estrato o grupo  y sólo en ocasiones permiten que llegue a gobernar algún personaje popular siempre y cuando no ponga en peligro el sistema económico y de gobierno, y cuando ya se sirvieron de él, le dan una patada en el trasero. 

Y comienzan las elecciones. Los partidos políticos nunca dan a conocer lo que verdaderamente piensan hacer, sino que se arman de una retórica que confunde al pueblo (de hecho, ese es el objetivo). Por ejemplo, comienzan los candidatos con la “invocación” de “elevados” principios de política y de justicia social universal; discursos con citas de frases famosas y valores éticos que el candidato ni conoce (porque casi siempre le escriben sus discursos), metáforas que pretenden engañar a los electores pero que el mismo candidato no entiende.

Luego viene la narración del “origen humilde” del prospecto, de las escasas condiciones económicas de su familia, de las carencias que padeció y de los sacrificios que hizo para terminar sus estudios, terminando con llanto y con lágrimas en los ojos para conmover y convencer a propios y a extraños.  Falso. Muchos de ellos nacidos en cuna de oro que nunca han conocido la pobreza que sufre día a día el pueblo.  

Pero si el discurso demagógico no fuera suficiente, viene ahora el momento del reparto de las despensas, las gorras y playeras, de los utilitarios, las tortas, las sillas de ruedas, etcétera. Suma y sigue. Se arrecia la maquinaria publicitaria: spots en radio y televisión, espectaculares, pintas, volantes, etcétera; por todos lados vemos propaganda electoral.

Y llega la hora de saludar de mano al candidato; será la única vez que lo verán caminar por las empolvadas o enlodadas calles de la colonia: es el momento de la fotografía tan ansiada por muchos y repudiada por otros tantos. Es la única vez que los verán ahí porque no vuelve a aparecer sino cada tres o seis años. 

Simultáneamente, el partido oficial hará lo suyo, por ejemplo, amenazará con quitar programas sociales en caso de que no voten por ellos. Viene el tiempo de la guerra sucia. Es tiempo de sacar los trapitos al sol de los contrincantes: videos, reportajes pagados, escándalos de la vida privada de los candidatos, acuerdos en lo oscurito, etcétera.

Viene la hora de las alianzas, de la compra de líderes, de la compra masiva votos a unas cuantas horas de la elección y durante la misma. Aquí termina la campaña, así pasaba en la época del PRI, así pasa ahora en la época de la Cuarta Transformación.  

El ganador llega al poder y se olvida de sus promesas y de sus electores, y cuando el pueblo le reclama, lanzan discursos como “yo no trabajo con organizaciones sino con ciudadanos”, “no hay presupuesto y no puedo hacer nada”, y en caso de más exigencia, lanzan a la calle al cuerpo de granaderos y policías para dispersar y reprimir a los inconformes.

Y después de cierto tiempo, se vuelve a repetir la historia y así pasan los años. El pueblo termina repudiando a los partidos políticos y se resigna a no participar en política, rechaza la política, dice que es una porquería; de hecho lo es, pero no se da cuenta de que es una trampa de la partidocracia, no se da cuenta de cuál es el origen de esta trama electorera.

Sigue su vida en la fábrica, en el tianguis, en el campo, en la casa. Sigue sufriendo las mismas penurias de antaño: falta de salud, de vivienda, de educación, de todo. 

¿Por qué el pueblo no se levanta ante esta realidad?

Primero: Porque vivimos en una sociedad injusta, desigual, donde la riqueza se concentra en unos cuantos ricachos que son los que organizan las elecciones y el poder, mientras que la inmensa mayoría se parte el lomo produciendo la riqueza nacional y viviendo en la pobreza.

Un pueblo sumido en la miseria, esclavizado por el hambre, no puede sino aceptar las migajas que les ofrecen los candidatos. Pero todas esas dádivas, esos utilitarios, salen de la bolsa del mismo pueblo.

Segundo: El pueblo está desinformado y despolitizado. Desconoce los programas de los partidos, no sabe qué proyecto económico abrazan y si verdaderamente eso los sacará de la situación en la que viven. Y esto tiene que ver con el sistema educativo, hecho precisamente para que el pueblo esté sumido en la ignorancia, porque como dijo algún pensador, si quieres ver a un pueblo esclavo, no lo eduques como libre.

Tercero: Porque existe un control del Estado para llevar a cabo las elecciones, control que está supeditado a los grupos de interés y los poderes fácticos que no son más que la estructura económica de la sociedad. Por eso, los partidos y las elecciones son comparsas que suceden cada cierto tiempo, pero dejando intactas las estructuras fundamentales de opresión y explotación.

Es el reino de la democracia de los ricos, donde lo que les conviene es y lo que no les conviene no es. ¿Cuál es el precio de esta democracia? 

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