Estamos a unos días de que dé inicio el regreso a clases en un ambiente empañado y mucha desigualdad. Para millones de familias el ciclo escolar 2025-2026 no es una postal de alegría y esperanza, como suelen mostrar las campañas gubernamentales. Es, más bien, el retrato de un país profundamente dividido entre dos realidades opuestas: la de millones de niños y adolescentes que acuden a escuelas públicas con carencias elementales, y la de los hijos de políticos en el poder que disfrutan de una educación de lujo en colegios privados alrededor del mundo.
Mientras en las comunidades rurales los estudiantes toman clases en aulas improvisadas de madera o lámina, con techos que gotean cuando llueve y sin agua potable para lavarse las manos, en Madrid, París o Londres se inscriben los descendientes de quienes gobiernan bajo el lema de la “austeridad republicana”. Esa contradicción explica mejor que ningún discurso el verdadero rostro de la educación en México: un sistema abandonado para las mayorías y privilegiado para unos cuantos.
Los datos oficiales son contundentes. La Auditoría Superior de la Federación (ASF) reveló que más del 40% de las escuelas públicas en México carecen de servicios básicos como agua, electricidad o sanitarios en condiciones adecuadas. El Censo de Escuelas, Maestros y Alumnos de Educación Básica muestra que en el 32% de los planteles no hay mobiliario suficiente y que al menos el 18% de los salones tienen daños estructurales que ponen en riesgo la seguridad de los estudiantes.
La situación se agrava en las zonas rurales e indígenas, donde la infraestructura es casi inexistente. En estados como Oaxaca, Chiapas, Guerrero y Chihuahua todavía se reportan planteles donde los niños toman clases a la intemperie, bajo árboles o en aulas de cartón. A ello se suma la falta de conectividad: menos del 30% de las escuelas públicas cuentan con acceso a internet estable, lo que limita las posibilidades de aprendizaje en un mundo cada vez más digitalizado.
Y si hablamos de inversión, tenemos que, de acuerdo con la Secretaría de Hacienda, el presupuesto destinado a educación básica ha sufrido una reducción del 12% en términos reales en los últimos cinco años. Programas como “La Escuela es Nuestra”, anunciados como la gran solución para rehabilitar planteles, apenas han cubierto el 27% de las escuelas del país. En muchos casos, los recursos entregados son insuficientes: 200 mil o 300 mil pesos para reparar instalaciones que requieren millones.
Y otro dato que causa enojo, la inversión pública por alumno en primaria ronda los 3,500 pesos anuales, cifra ridícula si se compara con los costos de la educación privada de élite. Para dimensionar: un solo año de colegiatura de un hijo de político en Europa equivale a lo que el Estado mexicano invierte en la educación de 200 niños de primaria pública. La brecha es insultante, y sin embargo, se normaliza bajo la retórica oficial de que “todos son iguales” y que los gobernantes “ya no son como los de antes”.
Esta polarización educativa no es resultado de la casualidad ni de un simple descuido administrativo. Responde a una lógica política clara: mantener en el rezago a la mayoría de la población para garantizar su dependencia del Estado. Un sistema educativo débil, plagado de deficiencias, produce ciudadanos con menos herramientas para cuestionar, exigir o participar de manera crítica en la vida pública.
En lugar de formar estudiantes con pensamiento científico, habilidades tecnológicas y espíritu crítico, la educación pública en México está diseñada para sobrevivir con lo mínimo. El mensaje es claro: lo suficiente para obedecer, no lo necesario para transformar.
Este abandono contrasta con la educación que reciben los hijos de la élite política. Al formarse en escuelas de prestigio internacional, aprenden varios idiomas, acceden a programas de intercambio y se integran en redes globales que les garantizan movilidad y privilegios. Mientras tanto, el grueso de la población se queda atrapado en un sistema escolar que apenas enseña lo básico y que condena a millones de jóvenes a la informalidad laboral o a empleos precarios.
Este regreso a clases desnuda la fractura más profunda del país: la desigualdad educativa. No hay transformación posible cuando un niño en la sierra de Guerrero camina dos horas para llegar a una escuela sin baños, mientras el hijo de un funcionario asiste a un internado en Suiza con instalaciones de primer nivel.
Los discursos de austeridad y justicia social pierden toda credibilidad cuando se contrastan con estas realidades. Porque no es posible hablar de igualdad mientras los gobernantes invierten fortunas en la educación de sus descendientes, pero condenan a millones de familias a conformarse con aulas sin techos y libros incompletos.
El mensaje que recibe la sociedad es devastador: la educación pública no es prioridad, sino un instrumento de control. Lo mejor está reservado para los que mandan; lo mínimo para los gobernados.
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