Cuando la presidenta Claudia Sheinbaum llegó a Poza Rica, Veracruz, recibió un golpe de realidad con la escena dolorosa que se presentaba ante sus ojos: calles cubiertas de lodo, casas destruidas y familias atrapadas en medio de la tragedia. Por supuesto que no la iban a recibir con aplausos ni una bienvenida cálida, sino con rostros de cansancio, de coraje e impotencia por todo lo perdido.
Hoy estamos frente a un Estado incapaz que, una vez más, demostró que está rebasado por su ineptitud o, lo que sería más grave, por su apatía y desinterés por la seguridad de los mexicanos.
En medio de toda esta escena, un joven estudiante de la Universidad Veracruzana se abrió paso entre la multitud y, con una foto en su mano, con la voz entrecortada por la tristeza, pero también con coraje, enfrentó a la presidenta y le dijo: “mire la foto, no me mire a mí. ¿Dónde están ellos? Mis compañeros estudiantes no pudieron salir… ya pasaron tres días y no aparecen. ¿De qué sirve que venga aquí si no hay apoyo, si no hay respuestas, si seguimos solos?”
Ese instante quedó grabado en un video que rápidamente se volvió viral, porque fue un reclamo auténtico, del coraje y el dolor exigiendo respuestas al máximo poder de nuestro país, representado por la presidenta Claudia Sheinbaum.

Desde ese momento, la voz de ese joven se pudo convertir en una que nos representa a millones, que sentimos que una vez más el Estado le falló a los mexicanos, porque lo que está sucediendo en estos momentos no sólo es el resultado de una catástrofe natural, sino que también es la consecuencia del abandono y de la dejadez que se han vuelto costumbre en las más altas esferas del poder.
Las lluvias provocadas por los fenómenos “Priscilla” y “Raymond” arrasaron con todo en varios estados del país: Veracruz, Hidalgo, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí. Y, como siempre, el gobierno, aplicando la misma historia de minimizar y esconder la magnitud de las pérdidas humanas, sólo reconoce hasta el momento 66 personas fallecidas y otras tantas desaparecidas.

Pero los que padecieron en carne propia la catástrofe y los que se han sumado a las labores de rescate, quienes caminan por las calles llenas de agua y escombros, saben que esos números oficiales esconden la verdad, porque es bien sabido que hay familias completas que no están registradas en ninguna lista, pueblos enteros incomunicados y gente que no aparece ni en las cifras ni en las noticias.
Y mientras las estadísticas oficiales se repiten y se repiten en los medios de comunicación, como tratando de alterar la situación, escondiéndola, la realidad que se vive allá, en la zona de desastre, es escalofriante: comunidades enteras incomunicadas, sin electricidad, sin agua, sin comida, lugares donde la única señal de vida es la esperanza de que alguien los escuche y les lleve ayuda humanitaria.

Y, como siempre, la historia es la misma: la tragedia no fue repentina, sino que pudo haber sido evitada o al menos contenida, pero no hubo avisos claros ni evacuaciones a tiempo. Nadie tocó la puerta de esas familias para decirles: “salgan, corran, protéjanse”, como sí llegan a su puerta, aunque sean comunidades alejadas, los “servidores de la nación” a pedirles su voto.
¿De qué sirve que haya protocolos institucionales enfocados a este tipo de situaciones si no se aplican? Hoy estamos frente a un Estado incapaz que, una vez más, demostró que está rebasado por su ineptitud o, lo que sería más grave, por su apatía y desinterés por la seguridad de los mexicanos.
Ello nos deja en la indefensión ante un gobierno que sólo garantiza que seguirán ocurriendo más desastres naturales con consecuencias catastróficas.
Al menos se solicita que el gobierno actúe, aunque sea de forma tardía ya, y lleve a estas comunidades agua y comida, porque si la ayuda no llega de forma inmediata, probablemente tendremos más muertos que lamentar.

En Zontecomatlán, Veracruz, una mujer contó entre lágrimas cómo la corriente arrastró casas enteras durante la madrugada: “nos quedamos sin luz. Mis hijos lloraban del miedo. Caminé sola por horas hasta encontrar un teléfono… pero nadie vino”.
Como ella, hay cientos de personas que están peleando por sobrevivir, sin que nadie se asome a ver qué necesitan. En otros lugares, los pocos voluntarios que hay trabajan con las manos, sin maquinaria, sin apoyo.
Como siempre, el pueblo tratando de salvar al pueblo ante la inacción de las autoridades. Por su parte, el Movimiento Antorchista, siempre solidario, se ha dado a la tarea de instalar centros de acopio para recolectar víveres y ropa, y ya ha empezado a enviarlos a las zonas de desastre para ayudar, aunque sea un poco, a las familias afectadas.
Toda la situación que estamos viendo se agrava con la desaparición del Fonden, el fondo que antes servía para reaccionar rápidamente ante emergencias. Pero hoy, los recursos están centralizados y tardan mucho más en llegar, y a esto se suma que muchas autoridades locales no tienen ni un peso para actuar por los continuos recortes al presupuesto a estados y municipios.

A los mexicanos debe quedarnos claro que la tragedia no termina cuando deja de llover, porque el agua y el lodo se van, pero lo que queda es aún más duro: la tristeza, el miedo y la desesperanza, y todo esto, al menos, nos debe dejar la enseñanza de que debemos cuestionar a nuestras autoridades, porque ellas son trabajadores del pueblo, no los dueños de los recursos públicos, para que, con la mano en la cintura, decidan en dónde invertirlos o desaparecerlos como por arte de magia. Debemos estar alertas, no dejarnos engañar e inconformarnos ante tanta calamidad.
Mientras tanto, el gobierno tiene que asumir la culpa que le toca, no sólo por su reacción tardía ante la emergencia, sino porque tampoco hizo nada antes para evitar los estragos. Ojalá que no tengamos que volver a ver este tipo de espectáculos, donde nuestros hermanos padecen por la negligencia, la falta de atención por parte del gobierno y la falta de recursos para atender las desgracias.
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