Vivimos tiempos convulsos, tiempos en los que las grandes contradicciones del sistema capitalista se manifiestan con toda su crudeza. Los trabajadores, campesinos, estudiantes y pueblos enteros sentimos en carne propia las consecuencias del modelo imperialista que, guiado por la lógica insaciable de la ganancia, ha arrasado con empleos, con territorios, con saberes, y ahora incluso con la propia capacidad productiva de sus centros dominantes.
Mientras un trabajador de General Motors en Estados Unidos gana cerca de 4 mil pesos diarios, en México apenas alcanza los 395, lo que confirma que la ley del capital busca la ganancia y desprecia al ser humano.
En las últimas décadas, grandes corporaciones estadounidenses como Apple o General Motors han protagonizado un proceso de deslocalización salvaje. Persiguiendo el abaratamiento de costos a toda costa, se trasladaron a países donde los salarios son de hambre, los sindicatos están cooptados o reprimidos, y las regulaciones ambientales y laborales son mínimas o inexistentes.
A esa estrategia la llamaron offshoring, un nombre bonito para esconder lo que es: en esencia, una explotación intensificada del trabajo humano en el Sur Global.
México ha sido un ejemplo paradigmático de este fenómeno. Nuestro país produce millones de autos al año, con una productividad que sorprende: una pick up cada 56 segundos en Silao.
Pero esa misma eficiencia no se traduce en bienestar para los obreros: mientras un trabajador de General Motors en Estados Unidos gana cerca de 4 mil pesos diarios, en México apenas alcanza los 395. ¿Qué tipo de justicia económica permite semejante desigualdad? Ninguna. Es la ley del capital, que busca la ganancia y desprecia al ser humano.
Pero el capital, como bien lo explicó Marx, cava su propia tumba. La deslocalización trajo “éxito” para los accionistas, sí, pero provocó una desindustrialización brutal en Estados Unidos. Se estima que cerca de 4 millones de empleos manufactureros se perdieron, y junto con ellos, el conocimiento acumulado por décadas.
Estados Unidos dejó de producir riqueza y pasó a vivir del capital financiero, de las bolsas, de la especulación, de estructuras parasitarias que no generan bienes ni servicios reales. Hoy, el imperio compra lo que antes producía.
En su desesperación por revertir el déficit comercial y la pérdida de hegemonía, los sectores más reaccionarios del imperialismo, como Donald Trump, han recurrido a amenazas, sanciones y subsidios disfrazados.
Prometen repatriar empleos, pero el capital no atiende discursos, sólo tasas de ganancia. El capital no tiene patria. Y eso ni Trump, ni Biden, ni los voceros de Wall Street pueden cambiar.
Por si fuera poco, un nuevo actor ha emergido con fuerza incontenible: China. No se trata ya de un país de salarios bajos como México, sino de una potencia tecnológica, científica e industrial que lidera en inteligencia artificial, semiconductores, vehículos eléctricos, construcción naval, y en la publicación de investigaciones de alto nivel. Con un modelo de economía planificada, dirigido por el Partido Comunista, China ha demostrado que el desarrollo no tiene por qué basarse en la explotación brutal de los trabajadores ni en el despojo colonial.
Mientras Estados Unidos agoniza en su laberinto capitalista, China avanza con una economía más racional, más eficiente, más solidaria desde el punto de vista de la planificación. Es la confirmación histórica de que el socialismo, incluso con sus contradicciones, es superior al caos ciego del mercado. No porque China sea perfecta, sino porque demuestra que un Estado dirigido por la clase trabajadora puede convertirse en motor del progreso.
Hoy, los pueblos debemos sacar lecciones de este panorama. En México, la ilusión del nearshoring es solo un nuevo disfraz del mismo monstruo. Nos prometen empleos, pero nos condenan a salarios de miseria, a trabajos sin derechos, a vidas sin futuro. Y todo ello para servir al mercado estadounidense, un mercado que está en decadencia y que pretende arrastrarnos en su caída.
Frente a esta ofensiva del capital, la única respuesta digna es la organización. Los trabajadores debemos levantar la bandera del socialismo, no como consigna abstracta, sino como proyecto concreto de liberación. Es necesario construir poder popular, sindicatos combativos, movimientos campesinos con conciencia de clase, redes estudiantiles articuladas con el pueblo.
Necesitamos reactivar nuestras propias capacidades productivas, bajo control obrero y comunitario, y no al servicio de las transnacionales.
No podemos seguir siendo maquiladores eternos de las grandes potencias. El futuro no está en ser el patio trasero de Estados Unidos ni el peón de China. El futuro está en nuestras manos, si luchamos, si estudiamos, si resistimos y construimos un nuevo modelo económico y político.
Como decía Lenin, el capitalismo es la explotación del hombre por el hombre; el socialismo es la abolición de esa explotación.
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