MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

El gigante dormido

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María camina todas las mañanas por la misma calle de tierra que lleva al tianguis de su comunidad, la colonia Víctor Puebla de Texcoco. A veces, tiene que esquivar los baches llenos de agua sucia en tiempo de lluvias, otras, los autos que levantan polvo. “La gobernadora Delfina Gómez prometió que trabajaría para todos, promete, y promete desde que llegó, y nada…”, dice, sin rabia ni esperanza. “Pero mientras me llegue la beca, todo bien”. No hay enojo en su voz, solo resignación. Esa costumbre de aceptar la mentira como si fuera parte natural de la vida.

Esa escena, tan cotidiana, es un retrato de México: un país donde el descontento parece haberse esfumado, donde la gente ya no se indigna, aunque el gobierno mienta, aunque la realidad contradiga el discurso. Un país anestesiado.

Hace unos meses, la presidenta anunció investigaciones contra sus propios aliados. Prometió llegar “hasta las últimas consecuencias”. Pero los acusados siguen en sus cargos, los contratos siguen fluyendo y los escándalos se disuelven en la niebla de la impunidad.

El huachicol fiscal, los negocios de Adán Augusto, los viajes de lujo de Andy López Beltrán, todo quedó reducido a rumores. Y, sin embargo, nadie protestó. No hay indignación. No hay movilización. Solo silencio. El gigante, que es el pueblo mexicano, está dormido.

La Cuarta Transformación prometió un cambio moral. Pero lo que construyó fue una estructura de poder tan hermética como las que decía combatir. Un gobierno que se blinda con discursos, que sustituye la transparencia por la devoción y la crítica por la fe.

López Obrador creó un mito: el del líder incorruptible, el padre fundador de una “nueva moral” pública. Y Claudia Sheinbaum heredó no solo su movimiento, sino también su relato. “Jamás se podrá vincular a López Obrador con la corrupción”, dijo. Pero mientras lo defendía, los negocios del círculo íntimo del “Peje” se multiplicaban. La contradicción es tan evidente que ya no sorprende a nadie. Porque en México, lo escandaloso dejó de escandalizar.

La realidad es otra. La violencia crece, la extorsión se expande y el crimen organizado impone sus reglas en vastas regiones del país. En muchos lugares, el Estado ya no gobierna: administra la ilusión de que lo hace. Acaban de asesinar al presidente municipal de Uruapan en Michoacán. La violencia no cesa en Sinaloa y todo, dicen, es culpa de Felipe Calderón. Aun así, la aprobación presidencial sigue alta. Morena mantiene su poder en las urnas. La gente vota por los mismos que no gobiernan, como si el fracaso fuera un mal inevitable.

¿Cómo explicar este fenómeno? Una parte de la respuesta está en la narrativa. Morena sigue hablando como oposición, aunque gobierna todo: el Congreso, los estados, los municipios, los medios públicos y buena parte del aparato judicial. Se asumen víctimas del “régimen anterior”, como si todavía estuvieran luchando contra el poder, y no ejerciéndolo. Culpan al pasado, a “La guerra de Calderón”, al “neoliberalismo”, a los conservadores. Y eso, increíblemente, todavía funciona.

Mientras tanto, la nueva élite morenista vive como la vieja élite de la clase gobernante: con lujos, viajes y prepotencia. Hablan de austeridad, pero vuelan en primera clase. Predican humildad, pero desprecian a quien los cuestiona. Y cuando la gente reclama, los regañan, como lo hizo la gobernadora de Veracruz, Rocío Nahle al referirse al Río Cazones: “solo se desbordó ligeramente”.

La arrogancia ha sustituido la empatía. Pero el verdadero peligro no es la corrupción ni la incompetencia. Es la indiferencia. Esa sensación generalizada de que nada se puede hacer, de que todos son iguales, de que “por lo menos estos ayudan al pueblo”. 

Porque mientras la sociedad se acostumbra a las mentiras, el gobierno perfecciona su blindaje. No solo en las instituciones, sino en las emociones: la lealtad sentimental hacia el “líder bueno” sustituye la evaluación racional de los resultados.

El sistema ha aprendido a sostenerse con símbolos más que con hechos. En cada error, en cada escándalo, el gobierno apela a la fe: “nosotros somos los buenos, ellos los corruptos”. Y así, logra que millones de ciudadanos miren hacia otro lado mientras el país se deteriora. La gente ya no pide verdad, pide consuelo. Y el poder se lo da en forma de eslóganes, programas sociales y enemigos inventados.

“Por lo menos ella no roba como los de antes”, dice José, “chofer de aplicación” de la Ciudad de México, mientras escucha la radio. “Y si roba, roba poquito”. Esa frase resume el fracaso moral de un país que perdió la capacidad de indignarse. La 4T ha logrado lo que ningún régimen anterior consiguió: que la mentira deje de doler. Que el abuso se perciba como un mal menor. Y que la resignación se confunda con estabilidad.

Pero detrás del espejismo, la estructura real se resquebraja. Los conflictos internos de Morena crecen, los gobernadores se distancian, y los escándalos de corrupción ya no pueden esconderse bajo el manto de la pureza obradorista. El gobierno busca perpetuarse, preparando el terreno para el 2027 y más allá, con mecanismos legales, mediáticos y emocionales que aseguren su dominio. Lo hace con la tranquilidad de quien sabe que la sociedad no reaccionará.

La falta de indignación social no es casual: es el resultado de una estrategia política. Durante años, el discurso de la 4T ha reemplazado la lógica por la emoción. Ha convertido la crítica en traición y la lealtad en virtud. Así, millones de mexicanos dejaron de cuestionar al poder y empezaron a protegerlo.

El país vive una paradoja: nunca se habían revelado tantos casos de corrupción, violencia e impunidad; nunca se había documentado con tanta claridad el fracaso del gobierno en seguridad, salud o economía… y nunca hubo menos protesta. Y las que hay, las ensucian con indiferencia o con porros, para que la gente las rechace.

Esa desconexión entre la realidad y la percepción es lo que mantiene al régimen de pie. Porque cuando la mentira ya no indigna, la verdad deja de importar.

El desafío, entonces, no está solo en cambiar de gobierno, sino en que la gente, el pueblo, tome las riendas del poder político y recupere la capacidad de enojarse, de exigir, de no creer ciegamente. Solo el pueblo unido y organizado podrá despertar a ese gigante. Para que María, cada vez que mire la calle sin pavimentar, diga, como debería decir: “Ya basta”. 

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