MOVIMIENTO ANTORCHISTA NACIONAL

El alba es invencible 

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Es muy común entre los hombres confundir la ley con la justicia. La ley es, en una sociedad dividida en clases, la arbitrariedad organizada, existe para someter al inconforme, prevalecen en ella los intereses de aquellos que viven a su sombra y que la utilizan para alcanzar sus propios fines, no importa cuán pérfidos y perversos puedan ser. 

La ley es letra muerta y sólo podría ser de utilidad en una sociedad cuando su ejecución cambie de fines y objetivos, cuando se utilice para hacer el bien y no para amparar y defender al poderoso. 

La justicia, por su parte, es, muchas de las veces, lo contrario a la ley. Ser justo es atenerse a la realidad; es decir, conocer las causas de lo legal y lo ilegal, entender los motivos de cada acción y resolver los problemas no a través del castigo, tampoco sólo a través de la simple comprensión que se mostraría inútil frente al dolor y el sufrimiento. La justicia, hermana de la equidad, tiende a resolver de raíz los problemas. No sólo los juzga o los comprende; tampoco se sirve de la piedad y la conmiseración. Actúa para evitar la existencia del problema. No fue siempre ciega; el poder vio necesario vendarla para que no descubriera las felonías que perpetraba amparada por su hermana bastarda, la ley. 

Juzgar con la ley a quien robó un pan porque se sentía desfallecer de hambre es injusto; se le terminaría condenando por un delito que no estaba en sus manos evitar. El hombre satisfecho, que se posiciona ante los problemas de los demás viéndolos desde su mundo de privilegios, jamás podrá entender la raíz del mal, que no está en el corazón, sino en el estómago.

Al intentar comprender esta realidad, hay que entender que para dar con la verdad es preciso sondar más profundamente en el oscuro pozo de la historia; sólo así entenderemos por qué los más grandes hombres que ha alumbrado la humanidad fueron, en la mayoría de los casos, perseguidos por la ley, calumniados por la prensa y vituperados incluso por sus contemporáneos que, inconscientes, no comprendían el papel histórico que llevaban a cabo. 

Recuérdese a Sócrates condenado a morir envenenado; a Galileo obligado a arrepentirse de su ciencia; a Jesús condenado a la cruz por predicar la equidad humana; a Dante exiliado de su país; a Marx perseguido por toda Europa obligando a vivir –al pensamiento más luminoso de la modernidad–, en buhardillas y sumido en la miseria. Si enumerásemos todos los casos en los que la justicia se ha enfrentado a la ley, las víctimas serían innumerables. 

¿Cuántas celdas se han llenado con los hombres que empujaban a la humanidad hacia el futuro? Miles serían pocas: millones. El delito de todos estos grandes hombres que han perecido en el anonimato fue únicamente romper la ley del silencio, defender a los que sufren callados, hablar por los mudos. La ley del poder fue, es y será: silencio, silencio, silencio. Hay de aquel que se atreva a levantar la voz; será perseguido, calumniado, vituperado, difamado y encarcelado para que su palabra no se oiga, para que su grito de desesperación y rebeldía no retiemble en la consciencia de aquellos que sólo esperan el llamado correcto para enfrentar su realidad. Si todos los dolores dispersos en el mundo se juntaran en uno solamente, el estruendo sería atronador y no habría poder que pudiera enmudecerlo. 

Hoy, los antorchistas levantamos la voz para exigir y reclamar la liberación de uno de estos hombres que han caído bajo las garras del poder. Que fuera encarcelado por reclamar la justicia de la que el pueblo no dispone. El delito del que se la acusa es, sencillamente, de haberse manifestado, de haber marchado y gritado contra la injusticia social. Su fortaleza ha sido encomiable, su solidez, a pesar de las tentaciones y presiones, ha demostrado estar a la altura de sus convicciones. 

Hablo de Domingo Ortega, después de más de 100 días en prisión, más que nunca ha dejado de representarse a sí mismo. Su fortaleza, su convicción y valentía son el símbolo de lo que el antorchismo representa en México. Cada día que pasa tras las rejas dignifica más su sacrificio y la lucha de millones de pobres en México. Es fácil ser revolucionario cuando se está rodeado de hombres y mujeres que con su calor nos infunden valentía; es sencillo avanzar cuando nuestro trabajo consiste en no deslumbrarnos por los reflectores; cuando el aplauso acompaña nuestros pasos o cuando somos amparados por ese poder que decimos combatir.

Sin embargo, ser un verdadero revolucionario es algo muy distinto, y las pruebas más difíciles acechan precisamente cuando se pone a prueba nuestra convicción, cuando hay que luchar contra la calumnia, la difamación y la persecución. Cuando las pequeñas infamias se multiplican y no tenemos a nadie que nos recuerde el sentido de nuestro sacrifico.  

Por ello, desde aquí te decimos, a ti Domingo y a todos aquellos que se sacrifican verdaderamente por la construcción de una patria mejor, para los que sufren las inclemencias del poder y las dificultades de la lucha: vuestro sacrificio no es en vano, regará la tierra de la que nacerán hombres y mujeres nuevos, aquellos que continuarán con el trabajo más noble y grande que existe en esta vida, el de vivir para los demás, para la felicidad común. Aquellos que tampoco dejarán que los hombres del porvenir olviden a los déspotas de hoy, a las crueles y ridículas figurillas humanas que hoy se regodean en medio de la miseria y el dolor ajenos. 

La justicia llegará porque el alba es invencible, y es este heroísmo que hoy se encuentra silenciado en cada rincón de México y que mantiene la firmeza de un hombre en prisión, el que debe inspirarnos a todos en los momentos decisivos, que no tardarán en llegar. 

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