No es noticia nueva que en México, desde hace varias décadas, el gobierno tiene abandonada la infraestructura carretera. Según estadísticas del Instituto Mexicano del Transporte (IMT), más del 60 % de las carreteras federales presentan deterioro moderado o grave, y, si nos centramos en el estado de Guerrero, la cifra escalaría al 75 %.
Los guerrerenses viajan sabiendo que cada curva puede ser la última, que un tramo “en buen estado” puede convertirse en una trampa mortal con la primera lluvia, que las rutas alternas (cuando existen) son veredas improvisadas.
Aunque nadie en el gobierno se atreve a confirmarlo, las cifras oficiales se esconden entre informes técnicos opacos y discursos políticos vacíos. Pero la realidad —esa que sangra en cada curva mal pavimentada, en cada deslave ignorado, en cada accidente evitable— grita lo que las autoridades callan.
Basta con recorrer la única autopista en Guerrero, la famosa Autopista del Sol (esa autopista mediática que prometió desarrollo), para entender el desdén: tramos resquebrajados, señalización fantasma, barrancas sin protección.
Y luego están las carreteras secundarias, esas que conectan a las comunidades más pobres, donde el asfalto es un lujo y los derrumbes una rutina. Chilpancingo-Chichihualco, Tierra Colorada-Cruz Grande, el libramiento de Tixtla: todas cerradas por deslaves en los últimos meses. ¿Y la respuesta oficial? Comunicados tibios y promesas repetidas como letanías.
Pero lo más indignante no es la negligencia, sino la normalización del riesgo. Los guerrerenses viajan sabiendo que cada curva puede ser la última, que un tramo “en buen estado” puede convertirse en una trampa mortal con la primera lluvia, que las rutas alternas (cuando existen) son veredas improvisadas donde los vehículos se entierran en el lodo. Y así, entre baches y precipicios, la vida sigue… hasta que llega la desgracia.
El 3 de julio, un autobús de la Línea Oro cayó al cauce del río en Alpoyeca, Tlapa: nueve muertos y cinco heridos. Un bebé de ocho meses entre los afectados. El autobús venía de Cuernavaca, atravesando una de las zonas más peligrosas de La Montaña.
Los pobladores de Ixcateopan fueron los primeros en llegar: sin maquinaria, sin equipos, sin apoyo. Mientras tanto, el gobierno de Evelyn Salgado emitía un frío comunicado llamándolo “incidente lamentable”. Nada de culpas, nada de responsabilidades.
Los sobrevivientes contaron lo obvio: la carretera era un riachuelo, el conductor perdió el control, lo que provocó que el autobús se desbarrancara. Y entonces, como siempre, llegaron las preguntas incómodas. ¿Dónde estaba el mantenimiento preventivo? ¿Por qué no hay barreras de contención en zonas de riesgo? ¿Cuántos informes técnicos advirtieron el peligro en esa ruta? Las respuestas, claro, se las llevó el río.
Las autoridades dirán que “están trabajando”, que hay “programas de rehabilitación”, que las lluvias “son impredecibles”. Todos estos argumentos son mentiras. En Guerrero, la infraestructura carretera es un botín político: los contratos se asignan a cuates; las obras se abandonan a medias; los recursos se esfuman.
Mientras tanto, la Policía Estatal de Tránsito se limita a recomendar “manejar con precaución”, como si la prudencia personal pudiera compensar la ausencia del Estado. Y luego están las fuentes oficiales (esa farsa burocrática).
Guerrero no necesita más condolencias, necesita carreteras dignas. Y eso solo se logrará con organización social. Las comunidades afectadas deben unirse, documentar cada grieta, cada derrumbe, cada promesa incumplida.
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